Si pudieras hacer un cálculo estimado, ¿cuántas veces sonreís por semana? ¿Sos consciente durante el día de tu expresión facial? Pensá en personas que las recordás “de sonrisa fácil”, ¿qué imagen tenés de ellas y de tus momentos compartidos? Sí, nos dirigimos hacia la inevitable conclusión y consigna: sonreí más.
Cuando tenía doce años un profe en un campamento me dijo “tenés una sonrisa increíble, sonreís hasta con los ojos”. Me puse colorada y tapé mis dientes enormes, como hacía siempre al sonreír.
Hace un tiempo, recibí un mensaje en una meditación muy claro: sonreí más. Podrá parecer una pavada en formato galleta de la fortuna, pero calzó perfecto. Tendría que desarmar estructuras pesadas y casi una forma de ser de años para lograrlo. Sin embargo, repetí “sonreí más” y entendí inmediatamente que valía la pena.
Creo que no hace falta aportar teoría científica basada en estudios alrededor del mundo para que me crean que sonreír hace bien. No sólo hace bien a nuestras células, sino al entorno. Lo sabemos. Hoy quiero compartir dos vivencias dejando la teoría de lado.
Pueden hacer el ejercicio de sonreír un buen rato: vean bloopers, estén con nenes que se ríen, o simplemente oblíguense a sonreír. Y ahora hagan lo opuesto: frunzan el ceño o miren tristemente al piso durante unos minutos. Usen un espejo si prefieren. Observen su estado de ánimo y energía posterior en cada caso. Es magia.
Una vez un coach me explicó que podemos modificar nuestra expresión facial para que eso altere nuestras emociones. Esto implica que podemos forzarnos a sonreír para sentirnos mejor – fake it till you make it.
Hace tiempo que lo pruebo y funciona en situaciones ridículas. Si mis hijos se encaprichan con algo (nivel llanto) o hacen piquete antes de cambiarse a las 6:30am, sonrío como nunca y les hablo tranquila. Las primeras veces me sentí una psicópata, pero el resultado real es que gano vidas de paciencia en un Mario Bross interno.
Sonrío cuando me baño, en el tren, cuando recibo a mi equipo, cuando medito. Al principio, preseteaba mi cara a propósito, pero cada vez más empieza a autoconfigurarse una nueva forma de ser. Este recorrido es un ejercicio comprobado por la disciplina de moda: la neurociencia.
Por otro lado, es increíble cómo perdemos la noción del impacto de la sumatoria de nuestras interacciones. Cuando murió la mamá de Clau, mi mejor amiga de la adolescencia, ella me dijo “voy a recordarla siempre con su sonrisa”.
Unos años después, cuando Milo tenía tres y León un año, recordé a Estela y su sonrisa. Me pregunté qué recordarían mis hijos de mí y me largué a llorar una tarde entera.
En ese momento de desborde, la queja y el imponer rutinas familiares me hacían sentir que lo que proyectaba no era digno de ser memorable. Mis exigencias, sí. Pero ese quiebre disparó los ejercicios para no quejarme que ya les compartí y hoy agrego esta reflexión sobre sonreír más como empuje final.
Dentro mío siento que completo la trilogía que comenzó con reducir la queja, dar las gracias todos los días y ahora sonreír más. Tengo dientes grandes y alguno torcido, pero con casi 40 años empiezo a confiar cada vez más en el poder de mi sonrisa.
Sigamos conectadas y alentando nuestras sonrisas: te espero en instagram,
May.
Columna publicada en Revista Ohlalá en Agosto 2017
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Aunque en este caso solo basta con sonreír, si quieren repasar teoría pueden buscar material de Shawn Achor o el mismísimo Charles Darwin.
Lola says
Totalmente cierto! Personalmente, me contagia una sonrisa ver a alguien en la calle, caminando o andando en bicicleta, que simplemente esta sonriendo. Ademas de alegrarme el instante, me dispara un montón de historias o pensamientos de la razón por la cuál esta persona esta tan feliz. Gracias!